Por Gonzalo Zegarra
Mulanovich
19 de Junio de 2012
“No hay diálogo”, parece
ser el mantra favorito entre un importante sector de analistas y opinólogos
locales tras los sucesos de Espinar y Cajamarca. Y tienen razón: no hay diálogo
posible cuando aflora la violencia. El pequeño detalle es que esa corriente de
opinión pretende responsabilizar explícita o implícitamente al gobierno por la
falta de diálogo. Insinúan, o peor aún, afirman que cuando el gobierno aplica
la ley y trata de impedir el vandalismo está violando el derecho a la protesta
de los ciudadanos. Pero olvidan que no existe un derecho a la protesta
violenta. No en democracia, al menos. La única protesta violenta legítima es el
derecho de insurgencia, que se ejerce contra un gobierno usurpador,
dictatorial, inconstitucional, sedicioso.
No es extraño, entonces, que el presidente
regional de Cajamarca se pronuncie a favor de la sedición en forma de
deposición del presidente Ollanta Humala. Lo extraño es que quienes dicen
defender la democracia a la vez pretendan que los opositores radicales al gobierno
tienen un derecho equivalente al de insurgencia contra un gobierno
legítimamente constituido. ¿Y el principio de no contradicción, según el cual
nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido? El gobierno,
pues, no puede al mismo tiempo ser democrático y merecer que la población se
levante contra él.
El politólogo de Harvard Steven Levitsky ha
afirmado en La República (y varios le han hecho eco): “En una democracia de
verdad, balear a los manifestantes no es una opción legítima”. Es cierto, si
los manifestantes a su vez no están baleando o agrediendo físicamente a nadie.
Pero si lo hacen –y ése es el supuesto acá–, la única opción es detenerlos. Y
si para eso –para evitar que ellos baleen a otros– hay que, en el extremo,
utilizar la fuerza (y las armas), ¿qué opción queda? Pues, según Levitsky “…
esperar un poco y dejar pasar la tormenta”. O sea, desproteger mientras tanto a
todos los ciudadanos que son víctimas de la violencia de los protestantes; a
todos los que no pueden circular, opinar, comerciar, etc. debido a los
disturbios. No sé qué clase de democracia sería ésa, que privilegia a una
minoría de vándalos por sobre el resto de ciudadanos pacíficos. “La otra
estrategia es la cooptación”, sostiene Levitsky, y se apresura a etiquetar de
“derecha conservadora” a todo el que piense que hay que proteger a los débiles
(desarmados y pacíficos). O sea, dádivas a los violentos, con dinero de los
contribuyentes. ¿Y el riesgo moral? El mensaje implícito es: “destruye todo a
tu paso y conseguirás regalos del Estado”.
Leo todas las columnas que se oponen a la
aplicación de la ley y sigo sin entender: ¿qué clase de superioridad moral
tiene la protesta antiminera que justifique que se le permita lo que a nadie
más –digamos, a los hinchas del fútbol o a los activistas antiaborto– se les
permitiría jamás; a saber, expresar su descontento mediante la fuerza física? Y
si no es eso, ¿se justificará entonces el llamado a la inacción del Estado en
una visión paternalista, que asume como inimputables –seres sin razón ni
libertad– a quienes perpetran este salvajismo? Que alguien, por favor, explique
cuál es la lógica de todo esto.
COMENTARIO:
Este artículo publicado en Semana Económica aplica en su misma lógica a los sucesos de la violencia desatada por los merluceros en Paita en abril de este año. Es probable que si el autor del artículo conociese los antecedentes y ocurrencias de dichos eventos, los incluiría también en su nota.
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