Las poblaciones indígenas del
Perú esperan que el Estado cumpla con el deber de restituirles como mínimo su
derecho al acceso a una alimentación y vivienda apropiada.
Esto implica la creación y
sostenibilidad de programas sociales para atender estas demandas. Sin embargo, algunos
critican y se oponen al gasto en asuntos sociales porque económicamente no es
rentable, no se ve el retorno de la
inversión. Otros aducen que el Estado no tiene responsabilidad en atender a
estas demandas y algunos más piensan que el Estado no debe aplicar políticas paternalistas
porque genera la mala costumbre en la
población de esperar recibir todo del Estado.
Sin embargo, quienes así piensan
olvidan o desconocen que el origen de la existencia de poblaciones rurales
dispersas a grandes alturas del territorio peruano que sufren no solo hambre,
sino las inclemencias del tiempo fue responsabilidad del Estado.
Deberían recordar, o saber que
el Estado provocó la dispersión y la pobreza de esas poblaciones. Es el Estado
colonial y posteriormente el republicano el responsable y por tanto tiene la
obligación de reparar el daño.
Atenderlas no es un acto de caridad ni paternalismo. Es una justa retribución, un deber y una obligación impostergable.
Atenderlas no es un acto de caridad ni paternalismo. Es una justa retribución, un deber y una obligación impostergable.
Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de
América Latina” nos dice:
“Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su
apogeo el imperio teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que
hoy llamamos Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile y
llegaba hasta el norte argentino y la selva brasileña. Estas sociedades han
dejado numerosos testimonios de su grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de
la devastación: monumentos religiosos que nada envidian a las pirámides
egipcias; eficaces creaciones técnicas para pelear contra las sequías; objetos
de arte que delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse
centenares de cráneos que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con
placas de oro y plata por parte de los cirujanos incas.
La
conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que
la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos
de población y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no sólo
extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además,
indirectamente, abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los socavones, sometidos a la servidumbre
de los encomenderos y obligados a entregar por nada las tierras que obligatoriamente
dejaban o descuidaban. En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o
dejaron extinguir los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní,
papa dulce; el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que
habían recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio
después de la conquista sólo quedan rocas y matorrales en el lugar de la
mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas obras
públicas de los incas fueron, en su mayor parte, borradas por el tiempo o por
la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los
Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar las
laderas de las montañas.
En
1802, otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió la visita de
Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde su antepasado, Atahualpa,
había visto por primera vez al conquistador Pizarro. El hijo del cacique
acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas del pueblo y los escombros del
antiguo palacio incaico, y mientras caminaban le hablaba de los fabulosos
tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. «¿No sentís a veces el antojo
de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?», le
preguntó Humboldt. Y el joven contestó: «Tal antojo no nos viene. Mi padre dice
que sería pecaminoso. Si tuviéramos las
ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y
nos harían daño». El cacique cultivaba un pequeño campo de trigo. Pero eso no
bastaba para ponerse a salvo de la codicia ajena. Los usurpadores, ávidos de
oro y plata y también de brazos esclavos para trabajar las minas, no demoraron
en abalanzarse sobre las tierras cuando los cultivos ofrecieron ganancias
tentadoras. El despojo continuó todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando
se anunció la reforma agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta,
frecuentemente, de que los indios de las comunidades rotas de la sierra
invadían de tanto en tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían
sido robadas a ellos o a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el
ejército. Hubo que esperar casi dos siglos desde Túpac Amaru para que el
general nacionalista Juan Velasco Alvarado recogiera y aplicara aquella frase
del cacique, de resonancias inmortales: «¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá
más tu pobreza!».
Los
turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus
ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por
Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles
obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de
las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el
peinado de las indias, raya al medio, impuesto por el virrey Toledo. No sucede
lo mismo, en cambio, con el consumo de coca, que no nació con los españoles; ya
existía en tiempos de los incas. La coca se distribuía, sin embargo, con
mesura; el gobierno incaico la monopolizaba y sólo permitía su uso con fines
rituales o para el duro trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo de coca. Era un
espléndido negocio. En el siglo XVI se gastaba tanto, en Potosí, en ropa
europea para los opresores como en coca para los oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían,
en el Cuzco, del tráfico de coca; en las minas de plata de Potosí entraban
anualmente cien mil cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La Iglesia
extraía impuestos a la droga. El inca Garcilaso de la Vega nos dice, en
sus «comentarios reales», que la mayor parte de la renta del obispo y de los
canónigos y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía de los diezmos
sobre la coca, y que el transporte y la venta de este producto enriquecían a
muchos españoles. Con las escasas monedas que obtenían a cambio de su
trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida: masticándolas,
podían soportar mejor, al precio de abreviar la propia vida, las mortales
tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus
propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos».
Desterrados
en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América
Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el
fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización
dominante. Los indios han padecido y padecen –síntesis del drama de toda
América Latina– la maldición de su propia riqueza”
Marcos Kisner
Bueno
Presidente de
la revista Pesca
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