"Ningún empresario
inteligente gestionaría su negocio de la forma en la que la Humanidad gestiona
los océanos".
En estos términos se
pronunciaba hace poco José Maria Figueres, expresidente de Costa Rica y exdirector
ejecutivo del Foro Economico de Davos. Con toda razón: las aguas
internacionales -que suponen nada menos que el 50% de nuestro planeta- son el
escenario de prácticas, ilegales o simplemente irresponsables, que ponen en
riesgo la seguridad alimentaria, agravan el proceso del calentamiento global, y
anticipan conflictos geoestratégicos por el control de un inmenso patrimonio
natural (recursos energéticos, riqueza genética...).
En febrero se presentó en
Londres la Global Ocean Commission -presidida precisamente por José Maria
Figueres, por Trevor Manuel, exministro de Finanzas de Sudáfrica, y por David
Miliband, exministro de Exteriores del Reino Unido-, Comisión de la que formaré
parte dando así continuidad a mi compromiso frente a los grandes desafíos
ambientales, y en concreto a mi pertenencia al anterior Panel sobre
Sostenibilidad Global de Naciones Unidas. Esta Comisión, que no comporta
ninguna retribución para quienes participan en ella, celebrará solo cuatro
reuniones presenciales durante los próximos catorce meses, siendo por tanto
plenamente compatible con las tareas profesionales de cada uno de sus miembros.
La Comisión reúne a quince
personas, procedentes de los cinco continentes, sin ninguna responsabilidad
actual de gobierno en nuestros respectivos países, que compartimos la voluntad
de contribuir a diseñar una auténtica gobernanza mundial de los océanos,
mediante la elaboracion de recomendaciones dirigidas a instituciones públicas y
privadas, de ámbito nacional e internacional. Una tarea en la que contaremos
con las aportaciones, cada vez más importantes, de la comunidad científica, a
través del asesoramiento de los mejores expertos en oceanografía y
biodiversidad marina: una disciplina en la que, por cierto, España cuenta con
especialistas de prestigio internacional. La Comision también recabará la
opinión de empresarios y trabajadores de los sectores económicos relacionados
con el mar, así como de las organizaciones no gubernamentales más comprometidas
con la protección de los océanos.
En plena crisis económica,
resulta más necesario que nunca introducir ética, racionalidad y conocimiento
científico en la gestión tanto de lo público como de lo privado. Es inaudito,
por ejemplo, que hayamos llegado al actual grado de sobreexplotación de los recursos
pesqueros -el 80% de las poblaciones del Mediterráneo y casi el 50% de las del
Atlántico-, sin establecer mecanismos realmente eficaces que eviten capturas
muy superiores a la capacidad de recuperación de los caladeros.
Afortunadamente, el Parlamento
Europeo acaba de aprobar una ambiciosa propuesta de reforma de la política
pesquera común, prohibiendo los descartes (más del 25% de la pesca se devuelve
al mar) y fomentando la recuperación efectiva de las especies en el horizonte
2020: ello comportaría un aumento significativo (y duradero) de la actividad y
del empleo en este sector. Se trata de incorporar, de una vez por todas, el
principio de precaución así como el conocimiento de los ecosistemas marinos,
desde un enfoque de medio y largo plazo, superando la irresponsable miopía
actual.
Pero no basta con que la
Unión Europea avance en esta dirección. Otros países son protagonistas
determinantes del futuro de nuestros océanos, y es imprescindible implementar
acuerdos bilaterales y multilaterales que hagan efectivos los principios de la
Convención del Derecho del Mar de Naciones Unidas, adoptada hace treinta años.
Durante este periodo, las amenazas se han hecho mucho mas visibles: desde los
efectos de las emisiones de CO2 en la acidificación de los océanos y del cambio
climático en la alteración de las corrientes marinas ( que, a su vez, agravan
los fenómenos adversos asociados al calentamiento global), a la pérdida
creciente de biodiversidad (favorecida por embarcaciones y sistemas de pesca
cada vez más "eficientes" en la destrucción de los ecosistemas y en
el agotamiento de los recursos pesqueros), al aumento de la pesca ilegal (que
supone en torno al 20% de la pesca total) y de la piratería... Frente a tales
desafíos, la comunidad internacional carece de los instrumentos adecuados para
garantizar la supervivencia de aquellas actividades que, cuando se ajustan a la
legalidad, contribuyen notablemente a la creación de empleo y a la provisión de
alimentos de un número creciente de ciudadanos en todo el planeta.
Otras amenazas, como el
rápido deshielo de los casquetes polares y la pugna por recursos energéticos
hasta ahora inaccesibles (solo bajo el Ártico se almacenan más del 20% de los
yacimientos de petróleo sin explotar) hacen aun más urgente una auténtica
gobernanza de los mares más allá de las jurisdicciones nacionales; de aquellos
mares que, no siendo privativos de ningún país, son responsabilidad de todos.
Como la atmósfera, cuya protección se ha ido incorporando en los acuerdos
internacionales sobre protección de la capa de ozono, contaminación
transfronteriza, cambio climático, etc., con resultados todavía
insatisfactorios, pero sin duda más articulados que la Convención del Derecho
del mar fuera de las jurisdicciones nacionales.
España tiene una larga
tradición de relación con los océanos. Nuestros pescadores vascos llegaron a
las costas de Canadá en busca de ballenas y de bacalao mucho antes del
desembarco de Cristobal Colón en la hoy Republica Dominicana; un desembarco que
marcó definitivamente nuestra historia, generando vínculos duraderos al otro
lado del Atlántico. Nos corresponde ahora, como país con clara dimension
marítima, contribuir a una nueva gesta, mucho más difícil y trascedente: la
gestión responsable de los océanos, antes de que sea demasiado tarde. Ojalá el
debate que ha tenido lugar en el Parlamento Europeo -en el que los
eurodiputados del PP han sido parte de la escasa minoría contraria a la reforma
propuesta- sea motivo de reflexión para el Gobierno, que, lamentablemente, ha
demostrado, desde el inicio de la legislatura, su posición contraria a
cualquier compromiso serio por la sostenibilidad, a diferencia de muchos otros
gobiernos conservadores de la UE.
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