Podemos asegurar que la
mayor parte de la extracción se destina a la exportación.
Exportamos harina de
pescado para alimentar peces cultivados en otros países, exportamos congelados
a otros países para alimentar a otras poblaciones, y exportamos conservas a
otros países para alimentar también a otras poblaciones.
Lo que no se puede
exportar se destina al mercado nacional. Además, lo que no satisface los
estándares de calidad de los mercados internacionales, se traslada al mercado
nacional.
La pesca de consumo en
estado fresco, por sus volúmenes y por cuestiones de mercado, se destina a la
población nacional. Si tuviese demanda internacional con toda seguridad se
exportaría
El libre mercado no permite
la intervención del Estado en la economía, ni siquiera en la priorización del
destino final de las ventas de alimentos. Ese es el modelo vigente. Cuando ese
modelo se derrumbe comprenderemos que no haber privilegiado la alimentación de
nuestra población para llegar a ser una sociedad con educación capaz de generar
soluciones ingeniosas para la supervivencia habrá sido un error.
La desnutrición crónica
es un indicador que tiene frenado al país y que mientras no se resuelva no
permitirá el crecimiento nacional con equidad y sin exclusión.
Un modelo que no
considera a su propia población como motivo y meta de sus acciones es
cuestionable. Una sociedad que prefiere entregar sus recursos alimentarios a
otras poblaciones basada en la ganancia económica del momento, es cuestionable.
Si rebuscamos en
nuestra fiebre global de hoy tratando de encontrar una guía, una respuesta a la
pregunta ¿Qué es lo mejor para la economía del país? La única que hallamos es: “exportar”.
En ese contexto, el
producto alimenticio es más rentable cuando se exporta. La necesidad de otros
países es una fórmula mágica que lo transforma todo en oro, una fórmula a
recitar como garantía del éxito, aunque ésta represente la disminución de
nuestras posibilidades como país.
El problema no está en
la exportación, sino en que las facilidades, incentivos y ventajas que se
brindan al exportador hacen poco atractivo vender al mercado nacional. Ambos
mercados, el nacional y el externo deberían competir en igualdad de
condiciones, con las mismas o similares ventajas. De esta manera el empresario
elegirá el mercado que desee sin incentivos perversos en perjuicio de uno u otro.
Es, además, más fácil
exportar, ya que todo el producto se coloca en un contenedor, este se embarca,
llega a destino y es pagado por el comprador. En cambio llevar el producto a
los mercados del país requiere de infraestructura de frío, carreteras
adecuadas, demanda y medios de transporte. Corresponde al Estado la creación de
infraestructura y de estímulos para invertir en el mercado nacional. Entre
ellos debe destacarse la creación del hábito de consumo de los principales y
más abundantes recursos, a través de un programa de educación apropiado.
Nos cegamos al
entendimiento de que nuestra única posibilidad está en nuestras generaciones
futuras, y ello lleva implícita la mejor alimentación posible. Generaciones
bien alimentadas, bien educadas y bien entrenadas son nuestra única posibilidad
y defensa contra la incertidumbre del futuro de la economía globalizada.
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