Dentro
de un año el Perú cumplirá doscientos años de vida republicana y tendrá un
nuevo gobierno. Depende de nosotros optar por más de lo mismo, o por el cambio.
Ilustrados
académicos y destacados profesionales en las materias escriben, nos dicen cómo
pensar y nos convencen de que estamos en la edad dorada, que el crecimiento del
PBI remediará los males de toda la sociedad; que la exportación de nuestros
recursos alimenticios es lo que más conviene al país, aunque nuestra población
sufra de hambre y anemia; que respetar las reglas de la democracia es el primer
mandamiento.
Crecimiento
económico y democracia, son los nuevos dioses, y la Constitución que los
sustenta el nuevo Decálogo, en nombre de los cuales debemos soportar durante
cinco años que se nos siga gobernando con corrupción, robándonos, mintiéndonos,
explotándonos y usándonos para que unos pocos lucren y vivan bien.
Federico
Nietzsche, en su obra Así hablaba Zaratustra, escribió: “¡Cómo es posible!
¡Este viejo santo aún no ha oído nada en su bosque de que Dios ha muerto!”.
Pero
los dioses nunca mueren, se reinventan y aparecen otros, a los cuales se nos ha
enseñado a adorar: el PBI, la democracia, el crecimiento económico, la
exportación…
Parte
importante de la población sigue con una calidad de vida deplorable y
lamentable.
Poco o nada ha cambiado en el Perú.
Doscientos
años de República Democrática no han mejorado la situación de las poblaciones
originarias que viven en comunidades nativas o en poblaciones rurales dispersas
sin formar parte del sistema económico. Al igual que la mayor parte de la
población urbana que se desarrolla en una economía informal de subsistencia y carente de
educación gracias al Decálogo no inclusivo de los nuevos dioses.
A inicios del siglo XXI, se idealizaba que el estado
peruano tenía la capacidad de hacer un uso eficiente y equitativo de los
recursos económicos, sin embargo, estos recursos terminaban centralizados, y no
llegaban a la población objetivo porque eran insuficientes para el sector rural
y se caía en el clientelismo. A pesar de que en el 2003, el enfoque de la
descentralización hizo posible que se articulara y transfirieran las
competencias de los programas sociales a los gobiernos regionales y locales,
esto no se reflejó en resultados concretos en los próximos años. Esto se
evidenció en el 2012, cuando las cifras arrojaban que la pobreza urbana era de
18% mientras que la rural llegaba hasta el 56%, concluyendo que la desigualdad
urbano-rural se estaba agravando en los últimos años.
El Perú cuenta con 47 lenguas indígenas habladas por
cerca de 4 millones y medio de peruanos y peruanas; 54 Pueblos Indígenas
reconocidos oficialmente en la Base de Datos de los Pueblos Indígenas del
Ministerio de Cultura; 3 % de Población afroperuana concentrada en la costa del
Perú, desde la región de Tumbes hasta la de Tacna; 170 expresiones y
manifestaciones culturales vigentes de diversos pueblos declaradas como
Patrimonio Inmaterial de la Nación.
La
población empadronada en los centros poblados rurales es de 6 millones 69 mil
991 personas que representa el 20,7% de la población censada del país en 2017.
¿Qué puede celebrar esta población en el bicentenario? ¿Qué pueden opinar del
modelo de los nuevos dioses? ¿Qué tan diferente es su vida desde que San Martín
proclamó la independencia?
El
siguiente comentario de Francisco Cohello, es abrumador y confirma lo dicho
líneas arriba:
Según el Banco Mundial, nos espera un decrecimiento del
12%, que constituye “el segundo más profundo de
América Latina y el Caribe solo
detrás de Belice”. ¿Es todo culpa del odiado COVID-19? Es evidente que algo no
cuadra entre las condiciones previas y la solidez macroeconómica que exhibía el
Perú, comparados con otras economías de la región, y su estrepitoso desplome.
Es elocuente también que las cifras calamitosas del 2020
no se condicen con los miles de millones extraídos del tesoro público, el ahorro
venerado por tantos años, las preciadas joyas de la abuela hipotecadas a un
plan que ¿hace agua? Cómo es posible -preguntamos al MEF- que Argentina, que
acaba de caer en default, prevea una caída (7,3%) menos grave que la del Perú.
¿O que las expectativas de Guatemala (-3%), El Salvador (-5.4%) o Haití (-3.5%)
tengan más oxígeno -permítanme el sarcasmo- que la que hasta hace poco era
considerada una economía modelo de la región? ¿Por qué -seguimos preguntando-
Brasil (8%), México (-7.5), Colombia (-4.9%) y Chile (-4.3%) nos superan con
alevosía y ventaja? ¿En qué momento se jodió, más que otros, el Perú?
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