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domingo, 31 de diciembre de 2017

Editorial Revista Pesca enero 2018

En 2016 PRODUCE estableció un marco de lineamientos para asignar la cuota de captura del jurel de altamar, asignada por la OROP P-S, de manera supletoria o complementaria a la flota nacional. En 2017 se modificaron dichos lineamientos, a fin de que Perú pueda aprovechar su cuota de jurel en altamar dentro de su jurisdicción, en la medida que luego de varios años no hubo esfuerzo pesquero peruano en el área descrita.

Se dice que es mejor que el Perú esté dentro de la OROP-PS que no estarlo, ya que no estar presente en dicha organización con voz y voto, por su posición geográfica,  es perjudicar al país en las proyecciones de largo plazo con respecto no sólo al jurel, sino a otros recursos transzonales, como la pota.

Dado que la flota nacional decide pescar sólo en aguas nacionales, el Estado habría encontrado como mecanismo de aprovechamiento de los recursos pesqueros que se encuentren más allá de las 200 millas, específicamente en el caso de del Organismo Regional de Ordenamiento Pesquero del Pacífico Sur, acudir a embarcaciones de bandera extranjera.

Si a la flota nacional no le interesa participar y el Estado no encuentra mecanismos eficaces para incentivarlos, ¿cuál es el beneficio práctico, más allá del diplomático, geopolítico o geoestratégico de insistir en pertenecer a dicha organización?
En términos reales, ¿qué gana el Perú con eso? ¿Derechos de Pesca? Si está cobrándolos, deberíamos saber cuánto estamos cobrando y cuánto nos cuesta pertenecer a la OROP en términos de viajes y cuota anual por la membresía. De pronto la relación beneficio costo sale negativa para el país.

¿Qué hace falta para que el empresario peruano realice esfuerzo pesquero sobre el jurel en la jurisdicción de la OROP-PS y no debamos recurrir a extranjeros?

El tema de fondo es que no existe una visión de la pesquería para el Perú ni una Política de Estado para el sector, como afirma habitualmente la revista Pesca. De lo contrario, si tuviésemos idea de lo que queremos como país, tendríamos un marco promotor que incentive eficazmente a embarcaciones de bandera peruana a operar en toda la jurisdicción de la OROP del Pacífico Sur y en el triángulo del Sur, donde tampoco hay información, visible por lo menos, de actividad extractiva. Este es el conocido Triángulo que el Perú obtuvo luego del fallo de la Haya en relación a nuestra frontera marítima con Chile. Tampoco hay mucho interés por la captura de atún al punto de que se estableció un procedimiento de fletamiento de la cuota, es decir que alquilamos una parte o toda nuestra cuota obtenida luego de arduas negociaciones en el marco de la CIAT.

Si el sector privado no está operando en las áreas descritas, debe existir un razonable motivo o una causa que les impide hacerlo. Estas razones no están, aparentemente, debidamente atendidas por la autoridad de pesquería en la medida que los resultados son evidentes: No hay presencia peruana en estas zonas. Y si la hay, no lo sabemos por ausencia de comunicación desde el Gobierno sobre estos temas.

La revista Pesca es un medio de información alternativo referido a temas del mar y de la pesquería. Proporciona información e ideas obtenidas de diversas fuentes, que exponen la temática de la pesca en el Perú y el mundo, con el objeto de contribuir a la formación de opinión propia en base a la lectura de las notas publicadas.

Siendo la pesca una actividad poco difundida y poco conocida por el ciudadano común, pretende contribuir a la generación de mayor conocimiento individual derivada del  análisis de los artículos. Se publica en forma mensual, en formato digital y su descarga es gratuita para quien desee conocer el sector  pesquero y mantenerse informado sobre su temática.

Para mantenerse informado los invito a formar parte del grupo Pesca y Mar, en Facebook, que además transcribe información periódica de relevancia para el sector pesquero.

Los invito cordialmente a leer la edición de la Revista Pesca correspondiente a ENERO 2018 y a compartirla dentro de sus círculos y redes sociales.

En formato revista en el siguiente link:


jueves, 7 de diciembre de 2017

LA DEUDA DEL ESTADO PERUANO CON LOS PUEBLOS ORIGINARIOS

Las poblaciones indígenas del Perú esperan que el Estado cumpla con el deber de restituirles como mínimo su derecho al acceso a una alimentación y vivienda apropiada.
Esto implica la creación y sostenibilidad de programas sociales para atender estas demandas. Sin embargo, algunos critican y se oponen al gasto en asuntos sociales porque económicamente no es rentable, no se ve el  retorno de la inversión. Otros aducen que el Estado no tiene responsabilidad en atender a estas demandas y algunos más piensan que el Estado no debe aplicar políticas paternalistas  porque genera la mala costumbre en la población de esperar recibir todo del Estado.
Sin embargo, quienes así piensan olvidan o desconocen que el origen de la existencia de poblaciones rurales dispersas a grandes alturas del territorio peruano que sufren no solo hambre, sino las inclemencias del tiempo fue responsabilidad del Estado.
Deberían recordar, o saber que el Estado provocó la dispersión y la pobreza de esas poblaciones. Es el Estado colonial y posteriormente el republicano el responsable y por tanto tiene la obligación de reparar el daño.

Atenderlas no es un acto de caridad ni paternalismo. Es una justa retribución, un  deber y una obligación impostergable.
Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina” nos dice:
Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su apogeo el imperio teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que hoy llamamos Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile y llegaba hasta el norte argentino y la selva brasileña. Estas sociedades han dejado numerosos testimonios de su grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de la devastación: monumentos religiosos que nada envidian a las pirámides egipcias; eficaces creaciones técnicas para pelear contra las sequías; objetos de arte que delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse centenares de cráneos que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con placas de oro y plata por parte de los cirujanos incas.
La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no sólo extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente, abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados a entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban. En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce; el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que habían recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio después de la conquista sólo quedan rocas y matorrales en el lugar de la mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas obras públicas de los incas fueron, en su mayor parte, borradas por el tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar las laderas de las montañas.
En 1802, otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió la visita de Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde su antepasado, Atahualpa, había visto por primera vez al conquistador Pizarro. El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas del pueblo y los escombros del antiguo palacio incaico, y mientras caminaban le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. «¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?», le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: «Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso. Si tuviéramos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño». El cacique cultivaba un pequeño campo de trigo. Pero eso no bastaba para ponerse a salvo de la codicia ajena. Los usurpadores, ávidos de oro y plata y también de brazos esclavos para trabajar las minas, no demoraron en abalanzarse sobre las tierras cuando los cultivos ofrecieron ganancias tentadoras. El despojo continuó todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se anunció la reforma agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta, frecuentemente, de que los indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de tanto en tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían sido robadas a ellos o a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el ejército. Hubo que esperar casi dos siglos desde Túpac Amaru para que el general nacionalista Juan Velasco Alvarado recogiera y aplicara aquella frase del cacique, de resonancias inmortales: «¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá más tu pobreza!».
Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto por el virrey Toledo. No sucede lo mismo, en cambio, con el consumo de coca, que no nació con los españoles; ya existía en tiempos de los incas. La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico la monopolizaba y sólo permitía su uso con fines rituales o para el duro trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo de coca. Era un espléndido negocio. En el siglo XVI se gastaba tanto, en Potosí, en ropa europea para los opresores como en coca para los oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco, del tráfico de coca; en las minas de plata de Potosí entraban anualmente cien mil cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La Iglesia extraía impuestos a la droga. El inca Garcilaso de la Vega nos dice, en sus «comentarios reales», que la mayor parte de la renta del obispo y de los canónigos y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía de los diezmos sobre la coca, y que el transporte y la venta de este producto enriquecían a muchos españoles. Con las escasas monedas que obtenían a cambio de su trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida: masticándolas, podían soportar mejor, al precio de abreviar la propia vida, las mortales tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos».
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante. Los indios han padecido y padecen –síntesis del drama de toda América Latina– la maldición de su propia riqueza”

Marcos Kisner Bueno

Presidente de la revista Pesca

martes, 5 de diciembre de 2017

LA PARADOJA DE LA ANCHOVETA EN EL PERU

El  Perú dispone de una abundante biomasa de anchoveta que generó, en el tiempo,  un extraordinario negocio al convertir dicho recurso en harina, poniéndonos en los primeros lugares de producción en el mundo.

La industria reductora de harina de pescado existe desde hace mucho tiempo, está asentada y consolidada en el país, es un negocio muy rentable y opera legítimamente. El negocio genera, no solamente utilidades para el inversor, sino puestos de trabajo para muchas personas y servicios diversos, además de los aportes, grandes o pequeños, a la economía nacional y al PBI. Por tanto, la inversión privada que apostó por este modelo de negocio defenderá sus intereses y su modelo de negocio a toda costa. Es su derecho y es su privilegio. No va a desaparecer ni a cambiar, a menos que surjan elementos que le supongan mayor rentabilidad si se reconvierte.

La elección por el consumo humano directo es privilegio del empresario privado. En una economía de libre mercado, no puede forzarse a la empresa privada a invertir en un negocio que no le resulta atractivo, por la razón que fuese. Si el Estado o la Sociedad quieren mayor inversión en el CHD y el mercado interno, tienen que crear las condiciones apropiadas que estimulen al inversionista.

Existe suficiente biomasa para atender la producción de harina y el consumo humano directo. Solo se requiere de una justa y adecuada regulación y administración para que la anchoveta conviva en paz con industriales y consumidores.

La verdad es que la anchoveta no forma parte de los hábitos de consumo de nuestra sociedad actual. Somos comedores de pescados blancos de preferencia, aunque algunos sectores de la población gusten de los azules como la caballa y el jurel, quizá por su menor precio. No hay mucho mercado para la anchoveta actualmente, en especial en estado fresco, lo cual es una ironía por cuanto su abundancia podría aliviar el hambre y la desnutrición que sufre gran parte de nuestra población.

Crear el hábito de consumo de anchoveta, generar un mercado para estimular al inversionista privado a apostar por él, no es tarea fácil, ni de corto plazo. Sobre todo porque no está definida la responsabilidad de quién debe hacerlo. Eso es una tarea que puede deducirse de las necesidades alimentarias que tiene la sociedad peruana, pero no está escrita. Puede demandar diez o más años quizá y un esfuerzo enorme. El privado no creo que lo haga porque ya tiene un negocio rentable, bien sea exportando harina o conservas. No habría razón alguna para complicarse la vida con un mercado interno casi inexistente.

Solo queda la opción de la intervención estatal para fomentar el hábito de consumo y asumir el compromiso de crear un mercado para la anchoveta y perfeccionar la regulación y normatividad vigentes. No es competencia del privado lo segundo ni está obligado a lo primero.

Pero el Estado viene omitiendo actuar en este campo, posiblemente porque a ningún funcionario político le importa, o porque como es un esfuerzo de largo plazo, quien apueste por él, no saldrá en la foto del éxito dentro de diez años. No genera réditos políticos inmediatos ni de corto plazo.

Estamos en un callejón sin salida que genera constantemente un conflicto y un enfrentamiento, simplemente porque el Estado no es capaz de diseñar una Política de largo plazo y un marco regulatorio más justo y más humano desde el punto de vista del consumidor final, que irónicamente es el propietario de ese recurso natural, del cual no recibe beneficio alguno.

Hasta ahora no somos capaces de sentarnos a diseñar un sistema que lleve anchoveta a los niños más necesitados del país y a las poblaciones vulnerables, que reducirían con este alimento sus ancestrales carencias alimentarias.

El Estado tiene una deuda con esas poblaciones y hasta el momento está omitiendo, para el mediano y largo plazo, convertir a la anchoveta en un recurso de consumo común y frecuente por la población peruana, que tiene en la abundancia de este recurso un aliado importante para mejorar sus niveles de nutrición. Tremenda paradoja que deja en el nivel de la indiferencia y de la discusión estéril e improductiva, la aplicación de una solución a un problema alimentario de vital importancia para la Nación.

El reto se encuentra en combatir la desnutrición, para así mejorar las opciones de desarrollo. Ello requiere de una política alimentaria que priorice el consumo interno en base a productos nacionales y al mismo tiempo un proceso de creación del hábito de consumo de los recursos pesqueros más abundantes. 

Marcos Kisner Bueno
Presidente de la Revista Pesca